José Manuel Lucía Megías

DATOS BIOGRÁFICOS

José Manuel Lucía Megías nació en Ibiza, aunque su vida ha estado ligada a Madrid, a Segovia, a Badajoz. En el año 2000 se publicó su primer poemario: Libro de horas, al que le han seguido Prometeo condenado (Madrid, 2004), Acróstico (Madrid, 2005), Canciones y otros vasos de whisky (Madrid, 2006), Cuaderno de bitácora (Madrid, 2007), Trento (o el triunfo de la espera) (Bari, 2009), Tríptico (Madrid, 2009), Y se llamaban Mahmud y Ayaz (Madrid, 2012, 3ª ed. 2013), Los últimos días de Trotski (Madrid, 2015) y Versos que un día escribí desnudo (Madrid, 2018). En el año 2017 ha reunido toda su poesía en El único silencio (1998-2017) (Madrid, Pigmalión/ Sial), y en el año siguiente publica una antología de su obra, realizada por Pablo Moro: Yo sé quien soy. Inventario de una noche (Madrid, 2018). En el año 2019 ha publicado Versos que un día escribí desnudo (Madrid, Bala Perdida) y el año 2020 publicará Aquí y ahora (Madrid, Huerga y Fierro). Ha participado en varios recitales poéticos en Brasil, Argentina, Colombia, etc.

ELOGIO DE LA ESCRITURA

 

Escribir es volar.

Escribir es lanzarse a un abismo sin red, pero con las alas de un adjetivo haciéndote cosquillas en la espalda.

Escribir es leer, volver a dar la vida a esas letras, a esas palabras, a esos versos que han sido nuestra vida durante el mágico instante de la lectura.

Escribir es ser tú y ser otro, y tú una vez más enriquecido por la mirada de ese otro que también eres tú.

Escribir para hablar sin aliento.

Escribir para gritar sin voz.

Escribir para llorar sin lágrimas.

Escribir para ir viendo cómo tus sentimientos comienza a ser los sentimientos de otros a medida que el bolígrafo va llenando de palabras la cuartilla en blanco.

Escribir y vivir.

Escribir para vivir más intensamente cada segundo de nuestra vida. Eternamente.

Escribir para dejar grabados con tinta estos años que serán polvo olvidado en el desierto de la memoria.

Escribir. Leer. Vivir.

Vivir. Leer. Escribir.

No dejar de leer, de dialogar, de hablar con tantos otros escritores que nos han precedido, con tantos otros escritores que no dejarán de leer, que no dejará de escribir, que no dejarán de vivir después de nosotros.

Escribir para vivir.

Vivir para escribir.

Y nunca dejar de leer.

Y nunca dejar que un día se agote en la circunferencia del reloj sin haber leído.

Leer en las nubes del cielo.

Leer en los árboles del horizonte.

Leer el ritmo cansino de los molinos.

Leer las palmas de las manos.

Y leer los libros que otros un día escribieron, los versos que otros también un día escribieron justo en el momento en que nosotros estamos escribiendo.

Leer sin geografías ni fronteras.

Leer sin límites ni lenguajes.

Leer en libertad.

Aprender que la libertad también se escribe con cada uno de los gestos y de las decisiones que tomamos en cada momento de nuestra vida.

Escribir y vivir.

Leer y vivir.

Vivir y no dejar de escribir, de leer, de hacernos gigantes en nuestras lecturas, verdaderos quijotes en busca de nuestros propios molinos de viento.

Escribir.

Leer.

Vivir.

Siempre. Para siempre. Ahora.

 

EL VENDEDOR EN EL METRO

 

No deja de silbar mientras recorre

los vagones del tren repitiendo sus ventas.

A un euro, señores, a un euro.

El bolígrafo que nunca se pierde.

La linterna que todo lo ilumina.

Con un euro nos ganamos la vida.

Y las cabezas siguen sin ojos ni miradas.

Y las manos inertes sobre el regazo.

Y los pies, sin querer, sin darse cuenta,

siguen el ritmo de esa pegadiza canción

que el vendedor va silbando por el metro.

Gracias, señora, que tenga un buen viaje.

Y las estaciones se van sucediendo sin perderse,

las puertas se abren sin iluminar nada,

y a lo lejos se sigue escuchando el silbido

del vendedor que repite alegre su melodía.

Hoy ha vendido cinco de sus lámparas

y diez de sus bolígrafos a prueba de olvidadizos.

Sonríe y esa sonrisa inunda su silbido.

Al menos hay alguien feliz hoy en el metro,

alguien que levanta la mirada y te mira a los ojos.

El MAUSOLEO DE MAO

 

Solo iluminada la cara; la sala oscura, oscuro el traje.

Dos filas a sus lados reverenciales y rápidas como una marcha militar.

Las flores que se venden a la entrada se quedaron a los pies de la estatua,

las mismas flores que se venderán en la entrada dentro de una hora.

La fila crece en el lateral de la Plaza de Tian’anmen;

pero todo está controlado: no hay anuncio hoy de manifestaciones.

Por el altavoz se escuchan proclamas y poemas como oraciones,

y el nerviosismo crece por momentos en el paso de los más ancianos.

 

Solo dura un segundo…

pero es suficiente.

 

Las escaleras se suceden como las dunas del desierto

y no hay tiempo para detallar el edificio levantado por el pueblo;

setecientos mil voluntarios trabajando bajo la dictadura de diez meses.

Mármol puro; frío mármol digno de cavarse en un cementerio.

Dos filas que avanzan a golpe de órdenes y de gritos.

Y en la sala todo es silencio;

solo está permitido el crujir de los zapatos y de los suspiros.

La cara iluminada, como un sol, en medio de la sala oscura.

 

Solo un segundo para ver el perfil luminoso de Mao…

pero es suficiente.